Viaje de dos días y cinco siglos a Sortelha, aldeia histórica de la época medieval donde las casas y los besos son tan inmortales como las piedras que esculpen sus paisajes.
El camino a Sortelha se hace a pie. El coche quedó allí atrás aparcado. El camino se hace caminando, es cierto, pero la subida se hace subiendo, bajo el sol abrasador del primer día de junio Allá arriba, dentro de las murallas, se conmemora el “Beso Eterno”, a propósito de la iniciativa “12 em Rede – Aldeias em Festa ” (“Red de 12 – Aldeas en fiestas”).
Con un pie delante y otro detrás, se me vienen a la cabeza las palabras de José Saramago, en la obra Viagem a Portugal (Editorial Caminho, 1981). “El carácter medieval se lo da a este núcleo la enormidad de las murallas que lo rodean. Su grosor y la dureza de la calzada, las calles empinadas y, erigida sobre piedras gigantescas, la ciudadela: último refugio de sitiados, última y quizás inútil esperanza. Si alguien superó las colosales murallas exteriores, no caerá vencido ante este castillito que parece de juguete”.
También yo resisto y alcanzo por fin las murallas interiores. Se intuyen las puertas de la aldea, que separan el dentro del fuera El perro viejo siguió con su vida. Y oigo las primeras voces La aldea está en fiestas Antes de entrar, echo la vista al horizonte hacia mi izquierda. Así como colgadas en la subida al pequeño castillo, dos gigantescas piedras se dan el último beso, aquel que inmortalizó la leyenda. Una tragedia de amor y maldición, narrada a través de los tiempos de generación en generación.
El moro y la cristiana
Cuenta la leyenda que en el castillo de Sortelha vivía un alcaide cristiano, casado con una mujer con dotes para la brujería. El matrimonio tenía una hija que, casualmente, era la más bella de toda la región. Cortejada por todos, la joven estaba sin embargo ya prometida a un alcaide de boyantes negocios. Se daba el caso de que la doncella no estaba muy por la labor del arreglo ya que su corazón latía y miraba hacia fuera de las murallas. Y, por tanto, hacia el jefe de los moros, que, casualmente, estaban asediando el castillo para conquistarlo. Parece ser que el príncipe era muy apuesto y que la joven se pasaba la vida asomada a las murallas intercambiando miradas con el enemigo. Recurriendo a los favores de unos y otros, los dos empezaron a enviarse prendas y a alimentar el amor en la distancia. Hasta que un día decidieron verse de cerca. Un error garrafal, sobre todo cuando se tiene una madre con dotes para la magia. La “vieja”, como quedó esta para la Historia, siguió a la hija y la encontró besándose con el moro. Con un ademán severo y lleno de odio, hizo desaparecer a los jóvenes enamorados, transformándolos en dos rocas.
Sin su príncipe, los moros tocaron retirada, pero el alcaide, abatido por la desaparición de su hija, decidió también abandonar el castillo y fundar junto a los suyos una nueva población en el fondo del valle. Se desconoce si la “vieja” lo acompañó. Lo que sí se sabe es que su cabeza, en granito, también sigue claramente visible, como si vigilase quien llega a Sortelha.
Como se dice por aquí: “Nas rodas do Beijo Eterno/No Castelo de Sortelha/cristã e mouro se beijam/por sortilégio da velha” (“En las rocas del beso eterno/ En el castillo de Sortelha/Cristiana y moro se besan/ Por sortilegio de la vieja”).
Leyenda modernizada
Dentro de las murallas, hay una gran animación. Puestos con los productos locales hacen las delicias de los invitados. Muchos de ellos, turistas. En la pared de una de las casas, la exposición “Noivos de Sortelha ”, reúne una colección de fotografías de bodas oficiadas en el pueblo. Unas más antiguas, otras más recientes. Pero todas, centro de las miradas del público. Poco a poco, la gente que ocupa la placita central del pueblo, junto al escenario, comienza a arremolinarse en torno a una gran mesa. No tardaría en servirse la comida. Para quien haya reservado.
Como no era mi caso, decidí buscarme la vida y encontrar un restaurante Ya volvería al espectáculo más tarde Empiezo a bajar por la calzada de piedras. La bajada se hace bajando o eso creo. Pero de pronto la caminata se queda en stand by. De enfrente, aparece un señor de sonrisa abierta y palabra fácil. Carlos Alberto Correia da Cunha. Así, completo. Con un rostro esculpido por sus 71 inviernos, que por aquí son de justicia, me enteró al final de aquel día de que es nativo de Sortelha.
– ¿Entonces, ya terminó el señor su negocio? – pregunta.
– No sé bien cuál es mi negocio. Soy periodista e iba a comer – respondo.
– Ah, ahora ya solo le dan allá abajo en Celta.
– Ya imaginé Pasé por ahí cuando llegué.
– Pero yo tengo vino y queso en casa. Si el señor quiere…
– No le puedo decir que no. – ¿Me cuenta su historia, Señor Carlos? – le pregunté.
Y me la contó. Y ya tendré tiempo de contarla. Por ahora, basta con decir que el Señor Carlos recorrió el mundo como guardia del General Ramalho Eanes, de quien se hizo amigo para siempre. A pesar de que este lo emborrachó en una ocasión.
– Fueron solo dos copas pero por entonces eso ya me llegaba – reconoce.
Hoy ya lidia con el alcohol con sabiduría. Y produce su propio vino. Tiene tres categorías de tinto. Una para cada nivel de bebedor. Según el nivel de quien lo acompañe en el trago. Levanto mi copa para hacer un brindis y no puedo dejar de preguntarme cuál será mi nivel. Aunque haya vivido en muchos países, desde Macao a Guinea Bissau y la India, el Señor Carlos nunca dijo ser de otro lugar que no fuese Sortelha. Aquí construyó su vida. Y tres casas, todas con sus propias manos. Como el queso, bebo el vino y regreso al centro del pueblo con la promesa de regresar al día siguiente y continuar la conversación.
En cuanto pongo un pie al otro lado de las murallas me aborda un grupo de brujas que ofrecen copas de vino blanco a la gente. Acepto una copa, antes de reparar en que la visita dramatizada por las calles del pueblo ya ha comenzado. Una especie de versión moderna de la leyenda del beso eterno, en la que los actores y actrices locales aprovechan todos los rincones para contar los desamores de Antoninho, las chicas del pueblo e Isaura, una bella joven trabajadora y enérgica. Allí estaban, prometidos por sus respectivas madres. Pero Antoninho no era dado a los romanticismos. Se preocupaba más por no ir a la guerra y por que no le faltase el pan cuando le entrase el hambre. Por lo tanto, no era objeto de devoción de Isaura.
Esta seguía soñando con Gervásio, apuesto soldado “extranjero” de otra aldea, que le había robado el corazón. Y que ahora había vuelto a Sortelha para reconquistarla. Con éxito, por cierto. Los amantes consiguieron huir en moto, que estos ya son otros tiempos, pero cometieron el error de parar a darse un último beso en el pueblo. Un error agravado por el hecho de que la madre de Isaura, Doña Conceição, tenía el don de la brujería. Esta, con un ademán, transformó a los dos jóvenes en piedras, cumpliendo así la leyenda ante el aplauso de las brujas y de todos los presentes.
No por mucho tiempo, porque, a lo lejos, ya se oye la voz ronca de Ruy de Carvalho y su hijo, João de Carvalho, hijos adoptivos de la región (el segundo con residencia a pocos kilómetros, en Caria), en el espectáculo “Poesias do Beijo: Trovas & Canções ”. (“Poesías del beso: Trovas & Canciones”) Ambos ataviados con una bufanda blanca, porque ya refrescaba, escupen palabras en la noche. Mientras uno recita, el otro cierra los ojos, tal vez para ver mejor.
Testigo de piedra
El día siguiente, los festejos dan comienzo más pronto. Los puestos continúan recibiendo gente de todas partes. Gente como el Señor Júlia y su hija. Los recorren todos. Tan pronto prueban un producto típico como se recrean en el arte de tejer. Pequeños talleres echan mano de los saberes tradicionales para enseñar lo mejor de Sortelha, esta aldeia histórica, pequeño brazo de la región del Sabugal.
En una de esas “formaciones”, se aprende a hacer bizcochuelos. “Cada cor o seu paladar” (“Cada color, su sabor”) es el nombre del taller. Y por aquí el arte consiste en no dejarlo granítico. Ya llega con todo el de alrededor.
Pero el momento más esperado de la tarde fue el picnic, cariñosamente apodado como “guardado está el tentempié para quien lo debe comer”. Un manjar tradicional entre las majestuosas e interminables piedras, cada cual con su forma, cada cual pareciendo contar su propia leyenda.
A punto de terminar el día, voy en búsqueda de Carlos Alberto Correia da Cunha, tal y como acordamos, para terminar la historia. Y para preguntarle cuál es mi categoría como bebedor de vino. Pero no está en casa. En ninguna de las tres. Me queda, en el escenario, la música de João Só, “O bom rebelde ”, en su espectáculo “O amor é um som que se reclama só ”. Nada más apropiado para escuchar como despedida, con la Sierra da Estrela allí al lado mismo haciendo resonar con su eco la música a dos tiempos.
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